domingo, 2 de noviembre de 2008

Militar en la lectofília

Tal vez el mejor texto sobre lectofília que conosco:

Los poderes del libro y el imperativo moral de leerEl solo hecho de leer no otorga superioridad moral, es la exigencia de diálogo, reflexión y discusión lo que debe buscarse en el libro, y rehuir de la pasiva adopción de ideas.1-Noviembre-08¿Por qué hemos hecho un imperativo moral de la lectura de libros? Porque, además de ennoblecer nuestros discursos, nos da la tranquilidad de saber que no seremos impugnados en tanto lo políticamente correcto sea respaldado por la unanimidad. La ortodoxia nos defiende de toda angustia de impopularidad o desaprobación.Y también —otro también— porque no es lo mismo decir que la lectura de libros nos mejora intelectual y moralmente que buscarle tres pies al gato y preguntarnos cómo funcionan esos fetiches para conseguir tal cosa. El libro como tótem es casi indiscutible.Hay que leer, decimos; hay que leer, repetimos. Para ser mejores personas hay que ser más lectores. Pero, ¿por qué no hacemos un parecido proselitismo cultural con la música, la danza, el teatro, la pintura, etcétera?Suponiendo que un pintor no lea libros o no lea muchos, y suponiendo que un bailarín no entregue casi nada de su tiempo a leer libros, ¿cómo podemos estar seguros, nosotros los lectores librescos, de que esas personas no son mejores a pesar de no leer libros? ¿Acaso son infelices con lo que hacen? ¿Acaso esas habilidades, esos talentos, ese conocimiento y ese placer que los impelen a pintar y a bailar no los han hecho mejores? ¿Por qué necesitan, forzosamente, leer libros, si la vida no resuelve su felicidad o su dolor únicamente en los libros y con los libros? ¿Somos mejores, moralmente y aun intelectualmente, nosotros los lectores y los escritores, que los pintores, los bailarines, los músicos, etcétera, nada más porque leemos más libros que ellos?Los políticos (por algo son políticos y no filósofos) diseminan el discurso ortodoxo noble sobre la lectura de libros y comparan los beneficios del libro sólo, quizá, con las recompensas del deporte. Los libros y el deporte nos alejan de los vicios, afirman, remitiéndose a la ya proverbial frase de Juvenal: mente sana en cuerpo sano. Lo que no admiten es que tanto el deporte como la lectura de libros pueden volverse —y con qué frecuencia— vicios. Vicios nobles, sí, pero vicios al fin. Los más voraces lectores son como los fumadores.Apenas abrimos los ojos, que cerramos en la madrugada luego de una larga jornada de lectura, y ya estamos abriendo nuevamente el libro para seguir leyendo, con ansiedad. Nos parecemos al fumador empedernido que se durmió no sin antes fumar el enésimo cigarrillo, a medianoche o en la madrugada, y que despierta para fumar el primero del día, al cual seguirán otros hasta que vuelva a llegar la noche y no tenga otro remedio (por fatiga o por hábito) que dormir, no sin antes fumarse el último antes de mañana.Un amable vicioso del deporte me relata —no avergonzado ni demasiado orgulloso, sino quizá tan solo resignado— que se despierta desde las cuatro de la madrugada y comienza a desesperar, revolviéndose en la cama, porque, a cada minuto, anhela que ya amanezca para salir a correr sus veintidós kilómetros diarios. “Y si no lo hago —dice— me siento mal. No me sabe el día”.Ni lectores ni deportistas viciosos tendrán los problemas del fumador empedernido, muy probablemente condenado al cáncer o al enfisema, pero de todos modos, aun en los quehaceres ennoblecidos, la vida no está hecha de perfecciones.El deporte, dicen los políticos, nos aparta de las drogas. Y por eso proclaman y recomiendan el deporte en la juventud. ¿Pero, de veras, nos aparta de las drogas? De algunas, sí, seguramente, pero todos los días leemos de deportistas encumbrados, admirados, del más alto nivel competitivo, que se dopan, es decir que se drogan, para conseguir un mayor rendimiento. Y es del todo frecuente que los esteroides y los suplementos alimenticios y vitamínicos estén llenos de sustancias, no precisamente muy saludables, que son consumidas lo mismo por los deportistas aficionados que profesionales, y que se vuelven del todo adictivas (muchas de ellas recomendadas por los mismos entrenadores).¿Y respecto de la lectura de libros? Digamos que nadie puede tener nada en su contra, salvo que a veces, como bien observó Sócrates, según Platón, y como reiteró el gran ensayista inglés William Hazlitt, el mucho leer, con fanatismo, puede deteriorar nuestra natural disposición a pensar por cuenta propia, pues “un simple erudito, que sólo sabe de libros, ni aun de libros sabe”, y la realidad lo desconcierta y lo toma desprevenido si no tiene a la mano su biblioteca y su bibliografía.Al respecto, Hazlitt es más que sarcástico: “Difícilmente se encontrará a nadie con menos ideas en la cabeza que los que no son otra cosa que autores o lectores. Mejor no ser capaz de leer ni escribir que ser sólo capaz de eso”. Podemos estar en desacuerdo con Hazlitt, porque en ello va nuestro amor propio. Lo que no podemos hacer es acusarlo de mentiroso. Conocemos a personas así: ésas que sólo hablan de libros y sólo entienden la vida a través de los libros. La realidad pasa junto a ellos y no la advierten.Por lo demás, los lectores y los escritores, desde el punto de vista emocional e intelectual, no son siempre y gracias a los libros, como quiere inferirse, los mejores ejemplos de templanza, sensatez y tolerancia. ¿A qué nos referimos cuando hablamos de los beneficios de la lectura? ¿Mejoría moral? ¿Mejoría intelectual? ¿Mejoría técnica? ¿Lo mucho es mejor? ¿Lo poco es peor? ¿Lo rápido es deseable? ¿Lo lento es deleznable? ¿Las estadísticas son lo importante? ¿La lectura nada tiene que ver con la realidad social y económica? ¿Podemos ser un país de lectores sin antes alcanzar a ser una nación donde el trabajo no falte, la seguridad sea buena, la salud digna y los servicios públicos responsables? ¿No hay cosas y necesidades que, en condiciones desfavorables, son tanto o más importantes que leer libros? No se trata de preguntas retóricas. Son interrogantes por el libro, con el libro, pero sobre todo más allá del libro.Todas las cosas que no cuestionamos, incluidas las virtudes consustanciales de la lectura de libros, se vuelven verdades absolutas y fuentes de frustraciones y decepciones. La realidad nos exige responder, sin candor ni falsas utopías, qué clase de moralidad atribuimos al imperativo de leer libros cuando llegamos a suponer, con la más absoluta ingenuidad, que un secuestrador no se hubiera convertido en tal ni hubiese asesinado a sus víctimas de haber leído a tiempo Cien años de soledad o Pedro Páramo.Esta hipótesis cultural proviene seguramente de las abundantes sentencias pretéritas y los muchos adagios clásicos sobre la nobleza de la lectura, que atribuyen al buen libro la capacidad de conmover y convencer a las fieras y, más aún, a las piedras. René Descartes afirmó, sentencioso: “La lectura de todo buen libro es como una conversación con los hombres que lo han escrito, los más dignos de las edades pasadas, una conversación selecta en la cual no nos descubren sino sus mejores pensamientos”.¿Por qué creemos que el problema cultural sólo es de “lectura”, cuando las evidencias nos demuestran que involucra a toda una estructura socioeconómica, política, educativa y cultural? ¿Por qué sobrevaloramos y mistificamos los poderes del libro y el imperativo moral de leer, independientemente de que la realidad más apremiante y angustiosa permanezca inalterable?No hay nada peor que ignorar la realidad o tratar de esconderla debajo de una noble utopía, puesto que nos angustia y nos causa pavor. El libro es un libro: un objeto hecho por hombres. Cuando leemos un libro, quien nos habla, en sus páginas, es una persona. Si Montaigne no hubiese puesto en duda los saberes de Aristóteles ni hubiese discrepado de sus certezas no tendríamos la luminosidad de sus Ensayos. Los libros no sólo admiten sino que exigen el diálogo, la reflexión y aun la discusión. El asunto de la lectura también lo necesita: la unanimidad nos aletarga, la diversidad y el desacuerdo nos despiertan.Y, al menos, para discutirlo, nunca como hoy es más necesario, releer el modelo de lector que proponía José Ortega y Gasset, hace casi un siglo, según lo describió en El espectador:“Lectores a quienes interesen las cosas aparte de sus consecuencias, cualesquiera que ellas sean, morales inclusive. Lectores meditabundos que se complazcan en perseguir la fisonomía de los objetos en toda su delicada, compleja estructura. Lectores sin prisa, advertidos de que toda opinión justa es larga de expresar. Lectores que al leer repiensen por sí mismos los temas sobre que han leído. Lectores que no exijan ser convencidos, pero a la vez se hallen dispuestos a renacer en toda hora de un credo habitual a un credo insólito. Lectores que, como el autor, se hayan reservado un trozo de alma antipolítico. En suma: lectores incapaces de oír un sermón, de apasionarse en un mitin y juzgar de personas y cosas en una tertulia de café”.Si escribir y leer es comprometerse, si todo acto exige una responsabilidad, y si toda acción tiene una consecuencia, busquémosle tres pies al gato: repensemos el libro, releamos la existencia.

Juan Domingo Argüelles (http://www.milenio.com/suplementos/laberinto/nota.asp?id=673555)

viernes, 8 de agosto de 2008

entrevista al fundador de anagrama

A punto de cumplirse el 40 aniversario de Anagrama, toma el pulso a su oficio

CIUDAD DE MÉXICO.- Jorge Herralde confiesa que nunca lo han chantajeado para que publique a un autor. Pero "alguna presión amistosa, excesiva", sí que le ha tocado vivir.
Lo que no dice el fundador de Anagrama es si la táctica dio resultado.
En lo profesional, Herralde fue una "oveja indeseada". Estudió ingeniería, pero pronto dejó la empresa semifamiliar para aventurarse como editor. Su padre, un industrial catalán políticamente conservador, murió antes de presenciar cómo, después de dar varios tumbos, Anagrama se consolidaba en los 80.
Desde abril de 1969, cuando aparecieron los primeros libros, hasta hoy, la editorial ha publicado cerca de 3 mil títulos. En estos casi 40 años de historia, Herralde afirma que sus razones para ser editor no han cambiado: compartir entusiasmos políticos o literarios, descubrir buenos autores...
Anualmente, Anagrama publica 75 títulos en edición normal, 25 en bolsillo, y unas 250 reediciones, con una facturación a la alta, "sin estridencias". Forman parte de su "club" autores consagrados como Tabucchi, Auster, Amis, McEwan, Capote y Bukowski, en narrativa, y Lipovetsky, Enzensberger, Baudrillard, Bloom y Rubert de Ventós, en ensayo, por sólo citar a algunos.
El número de escritores mexicanos en sus filas también ha ido creciendo: Sergio Pitol, Alejandro Rossi, Carlos Monsiváis, Roger Bartra, Juan Villoro, Sergio González Rodríguez, Álvaro Enrigue... "No es mala cosecha, creo".
¿Ha descubierto en los escritores rasgos comunes, defectos compartidos?
El ego es inevitable. Como dijo Marlon Brando sobre su gremio: "Actor es uno que si no estás hablando de él, no está escuchando". Pero no pocos autores lo ocultan, o lo gobiernan, o lo controlan de forma casi milagrosa.
Aunque cuando un escritor tiene un éxito clamoroso, el ego es a menudo una bestia imposible de domesticar.
¿Es usted de los agoreros sobre el futuro del libro o cree que ganará la batalla a internet?
Creo en el libro, indispensable en cualquier formato. Y pienso que el libro tradicional coexistirá con otras modalidades. Al menos así lo deseo.
Para ser editor, ¿hay que tener cierto don para la profecía?
Yo me considero un editor vocacional y un empresario forzoso que intenta no cometer demasiados errores. He publicado no pocos autores, desconocidos o casi, que se han convertido en imprescindibles: Roberto Bolaño, Alan Pauls, Álvaro Pombo, Rafael Chirbes, Enrique Vila-Matas, por limitarme a la lengua española.
Pero en muchos otros casos, oscurecidos por el fracaso comercial, he publicado a excelentes escritores que no han encontrado los lectores que merecen.
Anagrama ha recibido de vuelta a desertores como Soledad Puértolas. ¿Un editor no debe ser rencoroso?
Los rencores son inevitables, pero en mi caso también son escasísimos. Sólo lamento las maneras; las motivaciones, aunque duelan, pueden entenderse. Más bien siento una lógica precaución ante algún (o alguna) agente liante.